lunes, 15 de agosto de 2016

Hay heridas que se curan tocando.

He conocido a un fotógrafo en la playa. Al atardecer. Se ha ofrecido a hacerme un montón de fotos bonitas. Bueno, ni siquiera sé si es fotógrafo. Tampoco sé cómo se llama, ni dónde vive… Sólo sé que ponía todo su empeño en buscar la luz adecuada, en encontrar el encuadre perfecto. Os prometo que hacía mucho tiempo que no veía a nadie poner tanta pasión al hacer algo. Parecía feliz.

Me observaba divertido. Con la curiosidad que uno tiene a lo desconocido. Después fruncía el ceño, decía que no entendía como unos ojos llenos de mar podían sonreír todo el rato.

Me hizo recordar porque escribía y lo que me estaba costando esta vez. Demasiados días con las palabras oprimiendo, esperando salir ansiosas. Asustada por la idea de que alguien sea capaz de leer más allá. De verme temblar, de encontrarme vulnerable, frágil, a punto de romper.

Quería haberle explicado tantísimas cosas… Decirle que este año he visto a tantas personas llorar que es por eso que río con más fuerza que nunca. Contarle las idas, las venidas, todas las despedidas y el caos. La vuelta constante al maldito punto de partida.

Lo sé, intentar entenderme debe ser horrible. Pero a veces todo se resume en mirar unos ojos que me ponen nerviosa. Pienso todo lo que habrán visto. Cómo me gustaría ver la vida desde sus ojos. Nos imagino reflejados en el espejo, y la música siempre nos acompaña. Y después, paz.

Quería haberle explicado tantísimas cosas… Sin embargo, he preferido culpar al mar. Eso es. El culpable es el mar. El mar ha traído la calma. Tus ojos también.

Así que voy a volcar la pena. Y a llenarme de esperanza y de inquietudes. Voy a pensar en resurgir porque las buenas noticias están empezando a llegar.

No sé qué hago escribiendo todo esto, será que necesito contárselo a alguien. Supongo que es lo que pasa cuando estoy nerviosa y hablo de cualquier cosa que me aleja de lo que me da miedo.

Si he vuelto es porque escribir siempre fue la cura.

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